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En el lugar menos esperado encontré una nota de hace años acerca de la llegada del hombre a la luna. Algo como estar en la Nasa y hallar tal escrito en un diario sobre una mesa.
Más que eso, lo curioso es que la nota se refería a las ovejas colombianas que estuvieron en el viaje, no ciertamente unas ovejas, sino lana de ovejas boyacenses que ayudaron al recubrimiento de algunas capas de tela del Apollo 11. Lo había leído de mi padre y justamente en el lugar menos esperado volví a encontrarlo.
Tendría cuatro años y recuerdo vivamente que los vecinos, familias enteras, fuimos a casa de Magaly de Pérez, una gran matrona, a ver la llegada del hombre a la luna. Ese misterio todavía irresoluto que algunos atribuyen a la ficción del cine y que yo sigo creyendo que ocurrió. Desde ese mismo momento, tras la frase ronca y corta “Houston, Houston, el Águila ha alunizado”, tuve la costumbre de mirar a la luna para ver siempre en algún punto al hombrecito pequeño caminando como si anduviera de turismo. Puedo asegurar que muchas veces lo identifiqué mientras marchaba de la mano de mi padre quien tarde en las noches decía que la luna venía acompañándonos.
No niego que de tiempo acá aquella solo me resulta una bola blanca con viruelas, que deben ser sus cráteres, y tan solo recientemente vine a saber que únicamente vemos una de sus caras, acaso la peor cara de esa bola de cicatrices que, eso sí, cuando está llena tengo por seguro que me hace efecto en el ánimo.
Es curioso que aquel día de la voz Houston el Águila ha alunizado, fuera 20 de julio, justamente 159 años después del anuncio de la Independencia de Colombia, no mucho después para ser sinceros.
Sea o no cierto que llegaron o que solo fue cine, las ovejas o parte de ellas estuvieron en ese momento estelar cerca al lento muñequito blanco que dio como un niño sus primeros saltos
Colombia todavía andaba en tiempos premodernos, tiempos de los que a veces parece no haber salido, pero sus ovejas, o parte de ellas hechas lana, llegaban de algún modo a la cara visible del virulento satélite. Lo hacían flamantemente al lado de Amstrong, que vaya uno a saber era una persona de verdad inserta en ese muñequito saltaron sin gravedad del que se recuerdan unas botas enormes, una escafandra enorme, aquel traje interestelar con la bandera de EE. UU. en uno de sus brazos. Sea o no cierto que llegaron o que solo fue cine, las ovejas o parte de ellas estuvieron en ese momento estelar cerca al lento muñequito blanco que dio como un niño sus primeros saltos, solo que sobre la cara misma de la redonda luna.
Todo el tiempo me interrogo quién hace las pequeñas cosas, lo infraordinario, la tapa del cinturón de seguridad del avión, el seguro de la chapa de la puerta, la banderita en el brazo de Amstrong, el pequeño aviso de los ingredientes de unas papas fritas, el diminuto recorte con la talla del blue jean, la tela con lana de oveja colombiana para el Apollo 11, el sello de debajo del asiento del pocillo, el plug (creo que así se llama, o así le dicen) que entra en el computador en el que escribo, cosas así que siempre están integradas de elementos más pequeños y hacen parte casi invisible de objetos o espacios más completos.
Algo pasa entre la vida y por momentos viene a lugar cuestionarse cosas difíciles.
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